viernes, 27 de mayo de 2011

Sus ojos cuando llora.

Se miró al espejo. Sus ojos eran pequeños, su nariz, torcida. Demasiadas pecas, por toda la cara; los labios, secos. Los hombros sin masa, acabados en pico, dejando caer el cuello de su camiseta en una curva catenaria hasta casi el final del esternón. Enseñó los dientes a su reflejo. Sus incisivos, uno redondo y otro liso; sus caninos truncados, sin punta, todos, aunque limpios, con un tono amarillento. Levantó las manos y siguió observándose en el espejo a pesar de tenerlas justo enfrente suyo. Los dedos ladeados, con hendiduras para que encajasen entre sí; uñas cortas, con estrías muy marcadas; un dedo más corto que su simétrico. Llevó los pulgares e índices a los ojos de su lado correspondiente y tiró de los párpados, estirándolos, hasta ver sus globos oculares casi al completo. La esfera llena de líneas rojas, el iris irregular, las pupilas, desiguales. Dejó caer los brazos, golpeando en la caída el borde del mármol antes de balancearse muertos a sus costados. Miró de nuevo su boca. Otra vez sus despintados labios tenían una curva convexa, en tensión, sin haberse dado cuenta, sin proponérselo. Se inclinó hacia adelante y tensó las comisuras hacia los lados todo lo que pudo, observando cómo entonces las líneas verticales de sus labios se separaban, abriendo la piel, ajándose. Los frunció, viéndose blancos y despellejados. Irguió la postura, mirándose al completo.
Deseaba verse bella, preciosa. Pero no lo era. ¡No lo era! ¿Quién decía lo contrario? Lloró ante el espejo, mirándose a los ojos, hasta que no pudo soportar más su imagen. Se sentó, llevando las arrugadas palmas a su cara para deshacerse sin que nadie pudiese verla. Una manga de la camiseta calló por el lado de su picudo hombro. Se frotó los párpados y se secó las manos en los pantalones mientras se levantaba. Volvió a verse en el espejo, inclinándose de nuevo. Sus iris ahora brillaban, verdes, azules y dorados, rodeados de un rosa que le resaltaba. Arqueó las cejas, sonrió, y saltó entusiasta, palmoteando. ¡Qué bonito!

viernes, 6 de mayo de 2011

La lectura.

Miró por la ventana. No; realmente miró la ventana. En cuanto comenzó a ver esos circulitos aparecer y deformarse resbalando por la lisa superficie del cristal cogió eufórico el rectángulo que descansaba sobre el edredón gris y salió corriendo, dirigiéndose a la puerta principal. La habitación quedó vacía.

Giró la manilla y tiró de ella. Veía finas líneas verticales aparecer y desaparecer continuamente en su campo de visión, y un murmuro calmado le besaba los oídos. Avanzó un par de pasos, y en cuanto su cabeza atravesó el límite imaginario que formaba el saliente del techo, sintió ese susurro parpadeante en su cabeza.

En su corazón nació una mariposa.

Se sentó directamente sobre el primer escalón, sin apoyar en ningún momento las manos en los terrosos baldosines y, con los pies algo separados y juntando las rodillas, tomó el rectángulo y encajó uno de su lomo en la hendidura formada por sus piernas, dejando sus manos a ambos lados de él. Las separó de golpe hasta tocar su pantalón con el dorso de sus gemelas espejadas, dejando así que el viento y la gravedad despegasen unas páginas de otras, flotando etéreas durante unos instantes, y que el azar decidiese qué superficie impresa quedase mirando inmóvil a la cara del entusiasmado.

Lentas, las gotas de lluvia se posaban suaves en el papel, mojándolo, aumentando su superficie, volviéndola irregular y abombándola. Unas pocas más destiñeron sus palabras en ríos oscuros, extendiéndose poco a poco por todo el plano del libro y manchando las hojas que se hayaban debajo de las que daban la cara al mundo. Cogió una página y trató de echarla a un lado para ver la siguiente. Se partió, muy despacio; se rompió por su propio peso, por su ahora más frágil y blanda estructura.
Apretó con sus dedos los montones de hojas a cada lado de sus manos, deformando parte del contenido de estas. Descansó, miró a las nuves, y dejó al cielo hacer.

En su corazón, una mariposa aleteaba.

Tomó las duras portadas del libro y lo levantó de golpe. Las páginas comenzaron a deshacerse, cayendo pastosas sobre el suelo, formando una montaña de papel mojado y letras desteñidas. El agua terminó de limpiar las tapas verdes del libro. Las miró, completamente vacías. Con una mano se levantó la camiseta y con la otra introdujo esta carcasa pegada a su vientre. Tomo la literatura informe, la aplastó con los dedos y, finalmente, se la echó al cuello.

lunes, 2 de mayo de 2011

La muerte de DaVinci

Hoy he estado en un cementerio. ¿Por qué incluso las personas que creen en la vida después de la muerte, en el cielo, al hablar con sus muertos lo hacen mirando hacia su tumba? ¿A qué hablan, a su alma o a su cuerpo?

Me he tenido que poner detrás de un árbol, y he preguntado qué árbol era. Era un ciprés. Es increíblemente alto. Casi parece que llegue hasta el...