sábado, 12 de noviembre de 2011

Aniversario.

Ver durante la cena cómo la conversación de que mañana hacen tres años de la muerte de mi abuelo deriva en una charla sobre fórmula uno.

Hay pocas tradiciones que, racionalmente, acoja de verdad, en especial aquellas relacionadas con el paso del tiempo, con el celebrar el "¡Ey! ¡Que han pasado dos años!". Los cumpleaños, por ejemplo, son algo que no termino de valorar. Rara vez felicito el mismo día, y ya no hablemos de dar regalos. Estás vivo: bien, lo estoy todos los días de mi vida, y cada uno tengo más mérito por haber sobrevivido, no hace falta establecer un periodo de recuerdo. Sin embargo, entre todas esas costumbres, la que considero más respetable y de la que temo, en parte, dudar, es la de acordarse de los muertos. No de nuestros difuntos. De los muertos. Todas esas personas que han vivido, y han pisado tierra, viendo lo que nosotros vemos, sintiendo lo que nosotros sentimos. Ese colectivo de personas que han existido y en algún momento hicieron algo, lo que sea. Todos los que significaron algo para alguien, incluso aquellos que apenas pudieron llegar a abrir los ojos, puede que incluso sea más respetable pensar en ellos. Todos cuyo corazón haya escuchado latir el mundo en algún momento; todos los que dentro de ellos han alojado, sin que ninguna otra persona ahora lo sospeche, un cosmos. Temo, la temo muchísimo, le tengo terror a la muerte. Me confunde mirar a la tumba y ver un nombre conocido, saber que un cuerpo al que hablé y abracé, con quien me reí, está ahí abajo, dejando de existir activamente. Hace un tiempo vi a mi madre lavar su tumba, la de su propio padre, y me vino un pensamiento: "Ningún hijo debería enterrar a sus padres". ¡Y es estúpido, es lo natural! Pero... es tan natural y tan extraña... tan incomprensible, tan presente. Y tan, tan, tan posible. No me creo capaz de poder expresar lo que siento hacia la muerte, y menos los que siento hacia los muertos, hacia todos. Porque cuando una persona muere, la veo sin casa, bajo la lluvia y con el frío de una noche muy muy oscura que nadie puede iluminar. Y no sé siquiera si pueden darse cuenta.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Vértebras.

Son fotos caminantes, que sin saber por dónde pasan van dejando huellas de recuerdo. Son notas que se cuelan en la memoria y a mano armada hacen salir el temblor. Es mirarse en el espejo, y reconocer sólo el cascarón de una parte. Es meter tripa cuando nadie te mira, y es ponerse de puntillas y estirar el cuello. Son las rosas de papel que encuentras en los autobuses, o el sonido del pulsar de los dedos en las teclas de un teclado que no se escucha. Es alguna de esas cosas de las que nunca te acuerdas. Son las marcas de los dientes y las uñas, y de esas tres estrellas de hace años. Es haber arrugado el cielo con las manos.
En realidad, no es nada.

Mis doce uvas no se han cumplido. Mis vértebras han fallado.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Desprendimiento.

Un sonido es más desagradable que una imagen. Todo se agolpa en mis oídos, que lo escuchan todo, y entre la maraña afilada de ondas cortantes en mis tímpanos apenas son descifrables algunos gritos humanos.
Mi lengua está oxidada, ha generado grandes costras y supura todo el tiempo para no captar el hedor de este aliento de pútridas inmundicias descompuestas en la humedad fría de mi celda. Sus cuerpos es todo de lo que puedo alimentarme, y hace tiempo que sus entrañas y mi piel son una sola cosa, desde que caí sobre estas montañas de cadáveres que constituyen mi suelo, y cada vez que vuelvo a ver una luz que me arde los ojos y la silueta de otro cuerpo cayendo muerto sobre mí.
Sería mejor poder deshacerme de todos mis sentidos. Aún no he perdido el valor de vivir, pero sí he perdido el valor de saber lo que vivo. Esperaré, aunque nunca pase nada. Pero quiero esperar sin manos, sin lengua, inmóvil, sordo y tuerto.

martes, 1 de noviembre de 2011

Payaso mundo.

El niño sin dedos me miraba. Todo resultaba incoherentemente cotidiano. Los coches de época tocando el claxon a cada instante, las baldosas doradas de la calle, el confeti perpetuo cayendo del cielo, e incluso las tantas personas que caminaban marcha atrás. Y todavía yo, vestido con levita morada, sombrero de copa, y apoyando mis enfundadas manos en guantes sobre el redondo capitel de un bastón, miraba con normalidad a aquel niño sentado en el suelo con el uniforme del colegio que inmutable me aguantaba la mirada. Me agaché mientras recogía el bastón entre mi brazo derecho y mi costado, y al llegar a su altura, sin perder el contacto con sus ojos, extendí mi mano hacia él, con la palma hacia arriba y los dedos estirados. El niño inclinó la cabeza para mirarla un momento, y volvió a mirarme sin expresión alguna. Mis amoratados labios azules sonrieron, y mientras la cara del niño se teñía del más sincero horror y espanto cayeron mis dedos frente a él. Me le vanté, dejando de mirarle, y tras girarme me marché del lugar taconeando al ritmo de los claxones. Alcé la cabeza del bastón y en su reflejo pude ver al niño coger con sus muñones cada uno de mis dedos, masticarlos y engullirlos.