lunes, 18 de junio de 2012

Anna

Estábamos en el parque donde tiempo atrás solíamos acudir en hordas de preadolescentes eufóricos con el único afán de compañía y extravagancia, sentados en la misma hierba que creció alimentada por nuestras voces y carcajadas. Anna se acariciaba las rodillas, escondidas debajo de mil y un colores que formaban, a retales, sus holgados pantalones. Con el movimiento de sus brazos, se hacía hueco en el silencio el sonido de las chapas de su pulsera al chocar.

-¿Sabes qué es lo peor de tener tan mala memoria?- preguntó, sin apartar la vista del frente. No supe qué contestar. Al parecer, ella tampoco esperaba una contestación de mi parte, por lo que giró su cabeza hacia mí y continuó:

-Lo peor de tener tan mala memoria es que nunca recuerdas cómo era ser tú hace unos años. Me refiero a... no sé... Del sufrimiento se aprende, ¿no? Pues resulta que no, que yo no aprendo. Y créeme que he sufrido, y a partir de ello he sentido, he pensado y he crecido, me he formado. Pero pasa el tiempo, y se atenúa todo, y de pronto me pregunto si en verdad siento algo, me siento estúpida porque no llego a ninguna conclusión sobre nada, me veo llana, como alguien que no ha vivido, y mi formación, la que yo me he granjeado, toda la arquitectura de lo que se supone que soy, se desmorona. Vuelvo al principio, y caigo en esos mismos errores. Y vuelvo a sentir, a pensar y se supone que vuelvo a montar de cero el castillo, con las mismas piezas que cojo de los escombros del anterior.

Hacía tiempo que había vuelto a dejar de mirarme. Tras esto, estiró las piernas y se tumbó en el suelo, descalzándose de sus sandalias. Las manos descansaban sobre su regazo, y ahora miraba al cielo, libre de manchas.

-No quiero perderme de vista. Lo he hecho muchas veces.

Susurraba tendida ahí, sobre el césped que tanto tiempo atrás nos había escuchado reír, y que ahora se encontraba tan vacío, sin echar de menos.

Sin decir una palabra, la observé unos segundos. Aguardé a que tomara consciencia de que estaba sola. Y la dejé, regalándole el recordar de ese sentir, que se diera cuenta de que lo había vuelto a hacer.

lunes, 11 de junio de 2012

Soledad

Tengo que ir a comprar tabaco.

Bailo con una sonrisa tensa y tras beber el contenido del vaso, igual de amargo y agridulce que la situación, enciendo un cigarrillo que sostengo en mi mano en alto, mientras expiro el humo contorsionando el cuerpo con el ritmo de mi canción.
Y doy una calada tras otra, hasta acabar el paquete. Por el tiempo que pasa, por los hechos que se quedan y por los que no suceden. Por las personas que me rodean, entre las que yo no estoy, por la aceptación que realmente nunca ha sido otorgada. Uno, tras otro, van consumiéndose los cigarrillos, como expresión de un vicio externo que utilizo para apagar mi suplicio, y que me causará la muerte. 
La angustia que emerge cuando se pasa el efecto del sedante que me es inyectado por una mentira, que se hace llamar como un hombre. Cuando toda la mierda huele y se reconcentra, cuando todo parece exactamente lo que es. En realidad no importa.
Es el momento, y sé cómo vivirlo. Bailarlo sola con un cigarrillo en la mano y un vaso de Bourbon en la otra. 
Y que le jodan.


Grim