martes, 21 de septiembre de 2010

El verdadero sabor del helado de fresa

Mientras sus ojos se perdían entre las líneas de los adoquines de la calle, una sonrisa pícara y maliciosamente inocente se formó en su rostro, dejando al descubierto que, en efecto, escondía un gran secreto. Yo también reí; al contrario que ella, con sonido, aunque fuese débil y corto. La volví a mirar, aunque, como esperaba de antemano, sus ojos seguían entretenidos en un laberinto inexistente sobre los baldosines de hormigón. La expresión de mi rostro cambió. Cierto, sabía que ella escondía un secreto; cierto, ella siempre lo negaba; cierto, ella siempre daba a entender que me estaba mintiendo; cierto, partes de ella debatían por desear abrirse y por odiarme por conocer.

No pude evitar aquel abrazo, y tampoco contener la única lágrima que sequé disimuladamente por dentro del lagrimal. Como supuse, ella no me devolvió el abrazo. Sentí caer por un precipicio gigantesco por el cual me había tirado sin razón. Saboreé el helado de lo absurdo y del cielo vi caer hielos de colores con sus ojos amarillos.

Buscar siempre algo no correspondido, sin importar el qué sea. Empeñarse en abrazar la piedra que cae al vacío. Pedir perdón al barro cuando este te ha insultado. Morder los trozos de cristal de la amargura. Llámalo como quieras.


Entonces disolví ese abrazo inútil, por la única razón de que era inútil porque yo pensaba que lo era. Decidí continuar la marcha, y ninguno de los dos dijo nada durante el resto de camino hasta la encina. Al llegar, ella se giró y me miró. No pude creer lo que vi. Una sonrisa de verdad; una persona diferente; la que era ella en realidad. Rió sinceramente por la que entonces fue la primera vez que vi, e inmediatamente después pregunto con voz diferente a la de siempre: "¿Qué? ¿Estaba rico?"

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