miércoles, 23 de junio de 2010

Tu otoño.

Removía lentamente el agua azul elécrico de ese lago, acuclillado a sus orillas. Con la cabeza hundida entre mis rodillas, el pelo y los brazos mojados, sólo esperaba a que sucediera algo, cualquier cosa, no importaba qué. Relajé un poco los músculos de mis piernas, y me fui inclinando progresivamente hacia atrás hasta que un seco golpe en la espalda me indicó que ya había llegado al suelo. Estiré las piernas y me quedé tumbado sobre la arena, mirando el pálido y azulado cielo.

Entonces vino el suceso que andaba buscando. Fue un impulso, una idea. Me incorporé hasta quedar sentado con las piernas estiradas, saqué mi cartera marrón del bolsillo trasero de mis vaqueros tres tallas más grandes, busqué y encontré lo que quería. Lo dejé sobre la piedra, boca abajo. Miré mi cartera y un nuevo impulso me informó que no la quería para nada más, que no quería verla nunca jamás. Entonces la lancé lo más lejos que pude en dirección al lago, como si quisiese encayarla en la otra orilla. Cayó al agua con un ligero y breve chapoteo, elevando pequeñas gotas cyan. Había sido un buen recipiente, pero su utilidad había acabado ya.

Miré aquel papel rectangular a mi derecha. El dorso había amarilleado en apenas unos meses. Lo cogí por el lateral inferior y lo volteé con un imperceptible gesto del pulgar, el índice y corazón.

Era nuestra foto. Nuestra. Sé que jamás la quisiste, pero siempre pensé que sería nuestra. Sentí que mi cuerpo no me permitía seguir erguido, y volví a tumbarme. Extendí el brazo, observando el rectángulo a contraluz y algunos rayos de sol colándose por la esquina. Metí mi mano izquierda en el bolsillo de su mismo lado y la saqué junto con mi mechero. Alcé entonces la mano izquierda también. Un intento. Otro intentó. A la tercera, la llama se atrevió a visitarme.

Con la mayor lentitud posible acerqué nuestra foto al fuego, que temblaba tímidamente a la brisa. Prendió a los pocos segundos de entrar en contacto llama y fotografía, y bajé el brazo izquierdo, soltando y olvidándome del mechero. Me dediqué entonces únicamente a mirar cómo nuestra foto se deshacía en el aire en cenizas, humo y vacío, hasta el último momento.

Hinalé el humo de nuestra fotografía, envuelto en cama de magnolias y grava. Tu otoño llegó, y tan silenciosamente como llegó, desapareció sin dejar rastro.

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