miércoles, 2 de mayo de 2012

Un simpa a lo grande

-¿Y nosotros, entonces, qué somos?- me preguntó mirándome con sus ojos de niebla.
-Somos los nocturnos- respondí tras apartar de mis labios mordidos el apestoso cigarrillo, sin dejar escapar, aún, el humo.
-Pero a mí no me gusta la noche.
-Tú eres la noche. Más que yo. Yo le tengo asco a todo lo está iluminado por el sol. Tú, sin embargo, le tienes pavor. Tú no puedes vivir si no es de noche.

Pasó un buen rato. Bueno, unos segundos, en realidad. Pero pareció más bien un buen rato, porque tenía el mismo carácter. Unos momentos en los que nadie dice nada, y cada interlocutor queda dentro de sí, sin tener en cuenta a quien tiene al lado, ya sea para reflexionar sobre el tema tratado, para canturrear una canción para sus adentros, o para dejar la mente en blanco. Sin dar el más mínimo aviso, se desvaneció en bruma y desapareció en la negrura. Una afilada risa escéptica rasgó las comisuras de mis labios mientras aspriaba de nuevo aquel veneno. Y decía que no le gustaba la noche...

Éramos los nocturnos. Sí, por rimbombante o pretencioso que pudiera sonar, lo éramos. Nosotros no andábamos igual que los demás, ni hablábamos igual, ni vestíamos igual. Apenas respirábamos igual. Nuestros ojos se abrían con la oscuridad, y acogíamos el silencio y los colores añil y púrpura, como hermanos nuestros que nos esperaban cobijados en el silencio de las calles vacías. Entonces sí teníamos casa, y familias, y olvidabamos que existía un horizonte que en algún momento volvería a teñirse del oro que despertaba a los muertos.

Me levanté, con el cuerpo frío y la boca caliente, y tras dedicarle una mirada furtiva al último cadáver resguardado entre las sábanas de lunares azules, me bajé del alféizar y salté al asfalto. Miré la lumbre extinta entre mis dedos, la tiré al suelo, bien lejos, y comencé a caminar decidido hacia la avenida.

Aquél no era un día nuevo. Era como todos los demás. Sabiéndome diferente, y más libre. Despreciando a quienes no podían levantarse de su cama. A pesar de lo que pudiera parecer por mis andares, no esperaba una revolución. Sencillamente, dentro de mí explotaba una sublevación, y no aguardaba nada de fuera. No creía ir a ver a los cuerpos salir por los portales en sus pijamas de rayas, ni pretendía que escalaran a sus propios nichos y mirasen la inmensidad del espacio. No esperaba nada de nadie. Solo vivía en mi escenario.

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