domingo, 4 de julio de 2010

El niño loco.

Siempre le habían llamado loco. Él nunca entendió por qué decían eso, pero si los otros lo decían, supuso que sería así. ¿Por qué iban a engañarle? Desde muy pequeño acepto lo que sus padres, sus hermanos, sus amigos y todo el mundo le decía. Quizá fuese por eso por lo que nunca habló. Todos se preguntaban por qué no lo haría y qué pasaría por esa cabecita, porque no había ningún impedimento físico que le hiciese permanecer en silencio, todos sabían que si no hablaba era por que no quería decir nada.

Desde muy pronto le dieron por un caso perdido. Recuerdo una vez que se empeñó en quedarse quieto, sentado en el pasillo de su casa, mirando fíjamente a la pared blanca que tenía enfrente. Al principio casi ni se fijaron en él. Sus hermanos pasaban por ahí, jugando y berreando, y le miraban riéndose, volviendo enseguida a sus juegos y sus berridos; y sus padres estaban demasiado ocupados. Pasó todo el primer día así, hasta cuando cayó el sol seguía mirando la pared lisa y blanca, sin cambiar la seria expresión de su rostro. Al día siguiente lo encontraron igual, sólo que en su mano tenía un pincel; la pared, una raya morado intenso; y su cara había sido pintada también con una preciosa sonrisa. Intentaron regañarlo por lo que hizo, pero no sirvió de nada. El volvía a la pared, miraba la raya morada, sonreía, y esperaba a que se fuesen. Así fue durante siete días. Hubo rayas moradas, naranjas, azules, rojas, amarillas, verdes y negras.

Cosas así, cosas como estas son las que le habían hecho ganarse una reputación confunsa y extraña desde que nació. Nunca fue un niño normal, y al no serlo, nadie le dio la oportunidad de serlo. Pero, ¿para qué quería él una oportunidad? No la deseaba. En su pequeña cabecita no había lugar para el rencor ni el dolor. ¿Qué importaba que estuviese loco? Siempre tendría cosas que hacer. Siempre tendría experiencias que vivir.

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