viernes, 30 de julio de 2010

Su final

—¡Será un grandioso final! ¡Apoteósico! —me decía con ojos enloquecidos— ¿Verdad que sí, mi querido "ya no amigo"?
Su sonrisa y su mirada perturbada me pedían a gritos una alabanza, un halago, un "sí, lo has hecho bien, me descubro ante ti".
—¡Venga, dilo! ¡Digno de la literatura más exquisita y selecta!
Y soltó una carcajada digna de su actual descomposición mental, propia de quien ha visto rotos los esquemas de su vida y se vuelve loco. Entonces separé los labios y dejé escapar la verdad, lo que realmente sentía y pensaba de aquella situación. Con la voz ajada por el daño de ver al que fue un buen amigo, un fiel y querido compañero, herido en el alma hasta haberse desintegrado su cordura, pronuncié las siguientes palabras:
- ... sí, tienes razón. Sería digno de aparecer en un libro, de los más trágicos libros de la historia… Pero todo libro necesita un público y, lo siento, jamás nadie entendería el porqué de este final absurdo, y tu final no sería leído por nadie.
Tras ver cómo su enloquecida sonrisa se borraba de su rostro, escuchando la verdad de su fracaso, comprendiéndolo, me di la vuelta. Ahora él era consciente de que sus locuras no serían entendidas por nadie, que nadie llegaría a llorar su historia, que nunca nadie engrandecería su vida. Pero yo sabía que no cambiaría el final elegido. Había transformado su vida en una obra literaria para él mismo, y ese era el fin que había decidido darle.
No me volví, pero pude escuchar y saber precisamente lo que hacía. Escuché sus pasos; escuché el roce entre sus ropas y su piel; escuché los arañazos; y, finalmente, escuché el silbido de su cuerpo cortando el aire, seguido de los golpes y crujidos de sus huesos.
Su final lo había elegido él. Y, llorando, yo era el único que comprendería su locura, el único de leer aquel libro imaginario que él creía ser.

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